—¡Vamos! ¡Rápido! —murmuré mientras abría la puerta —. ¡Que nadie nos vea!
Edwin se veía muy buena persona. Era estricto pero quería ayudar a salvar al planeta y yo era parte del planeta. El plan era sencillo. La rectora no se enteraría de nada porque hablaríamos con el profe para que no le dijera. Juako iba a llegar con la nariz rota a la casa. Eso sí no lo había pensado… Diría que se había caído y dañado su huevo. ¡Qué buena excusa! ¡Ahí estaba la prueba: el huevo roto!
Todo esto pasaba por mi cabeza mientras en silencio caminábamos rápidamente por los corredores pegados a la pared para tratar de pasar inadvertidos.
—¡Ese Gato!... —pensé—. Su idea de libertad era interesante, pero sin responsabilidad no había credibilidad. Su discurso tenía que ser coherente porque o si no era puro bla, bla, bla…. ¿Y qué tal si Edwin no nos ayuda? Podía ser, pero no había sido mi culpa. Al Gato era a quien debían castigar. Supuestamente era mi amigo y me había calumniado. Eso no estaba nada bien.
De repente nos encontramos de frente con una silueta conocida: Doña Abigaíl. Ya no había vuelta atrás. Había decidido mal. Me habían cogido volándome luego de haberle roto la nariz al extranjero indefenso. No había nada que hacer.
El resto sucedió muy rápido. Mis padres fueron citados, decidieron que no era un buen ejemplo para el plantel educativo y fui enviado a un colegio militar.
Perdí el rastro de mis amigos, nunca supe más de El Gato ni de Joakim, ni de nadie del colegio. Sobre el Proyecto Planeta Tierra nunca supe más. En el colegio nuevo existía la clase, pero era tomada a la ligera. Espero que algunos niños con buenas ideas puedan ser elegidos: de pronto Cata o Richard, a quienes no supe apoyar. Mientras tanto espero haber aprendido que toda acción trae consecuencias, pues quiero tomar mejores decisiones en el futuro.